Yo queme a Hitler (13 años al servicio del Fuhrer) - Erich kempka

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Peso 200 gr.
Pags 147
Pasta blanda


Erich Kempka, el hombre que durante trece años cargados de historia manejó el volante del coche personal de Hitler, es un testigo realmente excepcional. Es también uno de los contados supervivientes del acto final de la tragedia del III Reich y asistió a la representación del mismo entre las ruinas humeantes de la Nueva Cancillería. Allí presenció, muy de cerca, y casi íntegramente, el fin de Hitler, es decir, un episodio que ya es puro recuerdo histórico y al que, sea cual sea el juicio que en definitiva puedan merecer sus protagonistas, no cabe negar un contenido de dramática grandeza.
Pero, pese a su tema, el libro de Kempka carece de toda pretensión épica. Es lo que debe ser, de acuerdo con la personalidad de su autor – el libro de un hombre sencillo - que participó en grandes acontecimientos, supo observarlos serenamente y, llegado el caso, estuvo a la altura de los mismos en actitud tan sobria como viril.
En las págnas del libro de Kempka late una de las más altas virtudes humanas: la lealtad. No intenta enjuiciar los actos del que fue su jefe y amigo ni toma posición ante lo que no ha visto. Rinde tributo al hombre, pero se abstiene de juzgar la figura histórica, pues, con una modestia que más de uno podría aprender de él, sabe que no es él el más indicado para hacerlo. Sabe, y si no lo sabe lo intuye, que los juicios de este calibre corresponden a la Historia; y ésta no los establece hasta que ha crecido la hierba sobre todos los actores y, después, procede haciendo sentar en el mismo banquillo a los «malos» y a los «buenos», a los vencidos y a los vencedores de la circunstancia enjuiciada.
En todo caso, el libro de Kempka cumple un deber para con la posteridad relatando los hechos tal cual los vió. Su relato contribuye también a poner fin a la leyenda infundada de un Hitler fugitivo y errante.
De todos modos, poco importa que se siga fantaseando. Lo cierto es que Erich Kempka es el único hombre hoy accesible que, refiriéndose a aquellos días trágicos de 1945, tiene derecho a decir: «Yo estuve allí y esto he visto».
PRÓLOGO A LA EDICIÓN ESPAÑOLA

Erich Kempka, el hombre que durante trece años cargados de historia manejó el volante del coche personal de Hitler, es un testigo realmente excepcional. Es también  uno de los contados supervivientes del acto final de la tragedia del III Reich y asistió a la representación del mismo entre las ruinas humeantes de la Nueva Cancillería. Allí presenció, muy de cerca, y casi íntegramente, el fin de Hitler, es decir, un episodio que ya es puro recuerdo histórico y al que, sea cual sea el juicio que en definitiva puedan merecer sus protagonistas, no cabe negar un contenido de dramática grandeza.
Si bien se mira, Hitler no podía caer vivo en manos de sus enemigos. En una ocasión, Mus­olini dijo que él no estaba dispuesto a permitir que se le exhibiese dentro de una jaula, a dólar la entrada. Hitler pensaba lo mismo y obró en consecuencia, recordando sin duda que uno de los espectáculos más miserables que nos ofrece la Historia es el de Napoleón recluido en Santa Helena y sometido a las mezquindades rencorosas del mediocre Hudson Lowe.
Como católicos, tenemos que condenar el suicidio y lo hacemos sin reservas. No obstante, hay que confesar que la muerte de Adolfo Hitler, entre los escombros del imperio por él creado, remata la tragedia de la Gran Alemania dentro de una línea del más depurado y riguroso clasicismo. Una tragedia que, por lo demás, se ajustó estrictamente a los cánones dramáticos, puesto que hubo en ella un héroe, una culpa y una catástrofe expiatoria.
Pero, pese a su tema, el libro de Kempka carece de toda pretensión épica. Es lo que debe ser, de acuerdo con la personalidad de su autor – el libro de un hombre sencillo - que, por azar más que por la fuerza de su voluntad, participó en grandes acontecimientos, supo observarlos serenamente y, llegado el caso, estuvo a la altura de los mismos en actitud tan sobria como viril.
Hijo de un minero, y mecánico él mismo de profesión, Kempka aparece en su libro como un testigo sin grandes complicaciones intelectuales y no trata de hacer literatura en ningún momen­to. Cuenta lo que vio dentro de su papel subalterno y las páginas por él escritas rebosan sencillez, y veracidad. Pero también late en ellas una de las más altas virtudes humanas: la lealtad. No intenta enjuiciar los actos del que fue su jefe y amigo ni toma posición ante lo que no ha visto. Rinde tributo al hombre, pero se abs­tiene de juzgar la figura histórica, pues, con una modestia que más de uno podría aprender de él, sabe que no es él el más indicado para ha­cerlo. Sabe, y si no lo sabe lo intuye, que los juicios de este calibre corresponden a la Histo­ria; y ésta no los establece hasta que ha crecido la hierba sobre todos los actores y, después, pro­cede haciendo sentar en el mismo banquillo a los «malos» y a los «buenos», a los vencidos y a los vencedores de la circunstancia enjuiciada.
En todo caso, el libro de Kempka cumple un deber para con la posteridad. Relata hechos, a veces de escasa monta, pero que habrán de ser tenidos en cuenta al estudiar la personalidad del tan discutido Canciller del III Reich y las de algunos de sus seguidores y, sobre todo, contribuye a poner fin a la leyenda infundada de un Hitler fugitivo y errante. Decimos que contribuye y no que lo logre definitivamente, y no nos faltan razones para ello, porque los hombres de todos los tiempos suelen preferir la ficción a la realidad y más gustan de un falso Demetrio, vivo que de un Demetrio auténtico, pero muerto, enterrado.
De todos modos, poco importa que se siga fantaseando. Lo cierto es que Erich Kempka es el único hombre hoy accesible que, refiriéndose a aquellos días trágicos de 1945, tiene derecho a decir: «Yo estuve allí y esto he visto».

EL EDITOR

PROLOGO DEL EDITOR ALEMAN

«Adolfo Hitler ha sido identificado en una estancia solitaria, en la Argentina.»
«El Führer consiguió huir en 1945 a Insulindia a bordo de un submarino.»
Según noticias que todavía no han sido confirmadas, un aristócrata español franquista oculta al ex Canciller del Reich, Hitler, en un viejo castillo no lejos de Sevilla.»
«Un diario de Bombay afirma que el ex Canciller alemán vive en un monasterio lamaísta del Tíbet.»
Noticias como las que anteceden aparecen todavía, constantemente, en la Prensa del Nuevo y del Viejo Mundo, y lo mismo que, todavía ahora, hay árabes que sueñan con un retorno de Mahoma para crear un gran imperio musulmán, en colaboración con el Gran Mufti de Jerusalén, son millares los que aún alimentan en Alemania la ilusión de una nueva leyenda del Kyffhäuser» (1).
La muerte de Hitler sigue envuelta en el misterio, pese a todo lo que sobre ella se ha publicado, y esto supone un peligro indudable, especialmente para la paz del pueblo alemán.
Por tal razón, nos hemos decidido a conceder el uso de la palabra a uno de los pocos supervi­vientes del círculo íntimo de Adolfo Hitler, al úni­co quizás que, desde un punto de vista históri­co tiene derecho a aclarar el misterio.
Contrariamente a lo que sucede con todas las demás personalidades que rodeaban al ex Canciller y estaban en contacto directo con él, Erich Kempka es totalmente apolítico. Durante años, desempeñó el cargo lleno de responsabilidad de conductor personal y acompañante permanente de Adolfo Hitler y, al mismo tiempo, llenó dentro de su especialidad profesional una función directora que ya de por sí exigía un alto grado de competencia. El «Parque Móvil del Führer y Canciller del Reich» comprendía unos cuatrocientos hombres y ciento veinte vehículos. Como jefe del mismo, Kempka detentaba el grado de «Obersturmbannführer» de las WaffenSS (2).
Es un hecho históricamente probado y corroborado en el «Proceso de Nuremberg» que Erich Kempka, junto con el ayudante personal de Hitler el «SSSturmbannführer» (3) Günsche, incineró los cadáveres de Adolfo Hitler y su mujer.
El manuscrito original que nos ha sido presentado por Kempka se basa en anotaciones realizadas en su diario durante los años de su servicio. Evita todo juicio personal en relación con los actos políticos y las decisiones del «Jefe», pero, por esto mismo, esta editorial estima que el relato, hecho por Kempka y que ahora sale a la luz pública tiene un valor documental muy superior a otras manifestaciones de personalidades políticas que juzgan los acontecimientos históricos de un modo unilateral, de acuerdo con su propia actitud partidista.
Tan sólo la posteridad podrá valorar con justicia el contenido trágico de Alemania en su ligación a la persona de Adolfo Hitler. Pero, ya hoy cabe afirmar que el pueblo alemán tiene derecho a saber cómo se extinguió en aquellos días del asalto rojo contra Berlín la vida del hombre que tan decisiva influencia ha ejercido sobre el destino de Alemania.
Según parece, el "Sturmbannführer" Günsche sigue  en poder de los rusos y, por lo tanto, sólo Erich Kempka tiene derecho a hablar de un modo plenamente responsable

DECLARACION JURADA

El día 17 de agosto de 1950 comparecí ante el Notario Hans Bauer, suplente oficialmente de­signado del Notario Doctor Walter Bader de Munich Notaría Munich V , en sus oficinas de Karlsplatz, 10/I Munich 2, y presté la si­guiente declaración jurada, registrada con el número UR N.º 7715.
Después de ser debidamente informado sobre el significado de una declaración jurada notarial manifesté lo siguiente:
“He escrito un libro titulado “Yo quemé a Hitler”.
“He descrito los acontecimientos relatados en dicho libro ajustándome sinceramente a los mismos.
“No he omitido nada ni nada he añadido, sino que he relatado los hechos históricos tal y como yo mismo los he vivido.

Erich Kempka.

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